lunes, 21 de abril de 2008

Despedida oriental

Hace apenas unas horitas que he cenado mi "ensalada de queso de cabra y bacon cantonés", o como dicen muchos clientes, la "ensalada de cabra". Esto no sería relevante si no fuese mi última cena como camarera oficial. Debido a todas las horas de ensayo que voy a necesitar para la ópera he tenido que dejar el restaurante. Estoy segura que dentro de unos días ya casi ni lo pensaré, porque estaré emocionada pasando todo el día en el teatro, pero hoy... ¿Quién me iba a decir a mi, hace unos 8 meses, que me iba a sentir tan mal vaciando esa taquilla nº4 de nuestro (bueno, mio ya no) vestuario? Tenía en el estómago esa misma sensación que te viene mientras estás haciendo la maleta a la vuelta de unas buenas vacaciones: No quiero que esto se acabeeee...


Cuando empecé, estaba segura de que enseguida me cansaría, ya que trabajar por las noches y los fines de semana es una ****** , el trato con el público no siempre es fácil, me ponía muy nerviosa, me daba miedo tirar la bandeja, los días con muchos clientes lo pasaba fatal, y al equivocarme trastocaba el ritmo de trabajo de los demás. Pero con el tiempo, empieza a ocurrir: resulta que empiezas a coger cariño a tus compañeros. Y ya te da igual que no sea un gran trabajo ni recibas un gran sueldo a fin de mes, porque estando tan a gusto en el día a día, trabajando con ellos mano a mano... ¿para qué más? Resulta que a la mayoría nos ha pasado lo mismo: "Yo empecé para unos meses, pero de eso hace ya un año". Hay que ver lo importante que es encontrarte con gente que merece la pena, ¿verdad? Pero bueno, yo ya les he amenazado con ir a menudo de visita. Probablemente me pasaré a cenar cuando salga del Euskalduna, que por algo está tan cerca.


De momento, ya he olvidado lo que en su momento me hacía cabrearme, como un montón de malnacidos que deberían comer en pesebres. Echaré en falta el picoteo incansable del pan de gambas, la batidora que se me atasca sólo a mí, copas de vino que siempre se rompen, caídas en la cocina tras fregar el suelo, montones de palillos orientales, los tickets en los que aparece mi nombre, llevar el horario semanal en la cartera, el "enseñad un poco la pierna, a ver si entra alguien más", los clientes enamoradizos, los hornillos que funcionan en cocina y dejan de hacerlo al llevarlos a una mesa, indicar contínuamente que los baños están detrás de la cortina verde, recorrer medio Zubiarte para bajar la persiana, poner cafés con dos azucarillos para los cocineros, ver la neverita de los postres y la encimera del microondas repletas de galletitas, bollería varia, donuts y donettes, el mandil que siempre se me revira, los chorros de agua ardiendo que escupe el lavavajillas en cuando metías la mano, esas botellas de Coca Cola en la cámara desde que la bebida nos la trae Pepsi, la cera de las velas que caía a las mesas y había que rascar, las bolas imposibles del helado de leche merengada, los bailoteos al ritmo de la radio, los corchos de las botellas que se rompen, y los de las botellas de Lambrusco que se niegan a salir mientras los clientes te miran sin ayudarte, los apretones en el vestuario, la bicicleta omnipresente en dicho vestuario, el cafelito antes de empezar el turno, la cola que a veces se forma en la puerta del congelador, la "explosión" del cañero al acabarse el barril de cerveza, las llamaradas saliendo del wok, la alegría de ver un billete de 5 € de propina, el inconfundible grito de "comidaaaaaaa" saliendo de la cocina... Se me hace raro pensar que ya son parte del pasado, parece que no pudiera ser cierto.
Ahora ya sólo me queda cobrar el finiquito y agradecer a mis jefas y compañeros el haber dado una oportunidad de sentirse útil a esta chica un poco despistada, y el hacerme darme cuenta que prefiero un pollo teriyaki antes que un libro de telecomunicaciones.
De momento me voy... pero no me perderéis de vista.

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